En lo alto del desierto de Atacama, a 2.475 metros sobre el nivel del mar, se encuentra Toconao, un lugar donde la tierra se mezcla con la historia, la pasión y el esfuerzo. Aquí, Doña Rosa Zuleta, junto a su marido Ángel Puca, han transformado el aridez del paisaje en un oasis de vida, donde hortalizas, flores y vides llenan sus huertos con colores y aromas que parecen desafiar al desierto. Para esta pareja, la agricultura no es solo un trabajo, es una herencia, una razón de vida que los conecta con sus antepasados y con la tierra que los vio nacer.
Doña Rosa, de 72 años, nació en Toconao y ha estado ligada a la agricultura desde siempre. “Desde niña, porque mis padres igual les gustaba la agricultura, mi padre tenía muchas propiedades, siempre estaba con la agricultura”, recuerda con nostalgia. Los recuerdos de su infancia están llenos de animales, de maíz para las gallinas, de alfalfa para los corderos y mulas. Con Ángel formó su familia y tuvieron dos hijos, un ingeniero que hoy vive en Australia y un geólogo que trabaja en San Pedro de Atacama. A pesar de que sus hijos siguieron otros caminos, ellos se mantuvieron en la agricultura, una labor que los llena de satisfacción y que les permite mantener vivo el legado de sus ancestros.
En sus huertos se cultivan papas, maíz, sandías, melones y flores. Pero su mayor orgullo son las vides que han logrado hacer crecer en el desierto y que les permiten producir vino. “Siempre hemos tenido uva, desde que conocí a mis abuelos. Ellos tenían mucha uva negra y blanca”, explica Rosa. Con el paso de los años, Ángel decidió hacer una prueba con un pequeño viñedo, que con el tiempo se convirtió en un proyecto serio gracias a la ayuda de INDAP y la implementación del sistema de riego por goteo. Hoy, sus parras blancas producen uvas para vino que se embotellan con orgullo, llevando la etiqueta que representa el esfuerzo de toda una vida.
En la Cooperativa Campesina Ayllu, situada también en Toconao, Josué González, jefe de bodega, destaca la importancia del aporte de Doña Rosa y Don Ángel. “La variedad que ingresa la señora Rosa junto con don Ángel son la Moscatel, la Alejandría y la País, dos de las variedades patrimoniales más antiguas que hay en Chile”, señala Josué. En la cooperativa, las uvas de Rosa y Ángel se transforman en vinos blancos, rosé y naranjos, así como en diferentes vinos tintos y dulces, productos que representan la diversidad y la riqueza del trabajo de los campesinos de la zona. Con 30 socios, de los cuales 19 son productores, la cooperativa logra producir entre 13.000 y 14.000 litros de vino al año, llevando los sabores del desierto a cada botella.
“Para nosotros es una alegría grande, un orgullo grande ver nuestra cosecha, nuestra producción, y que ya esté saliendo en una botella de vino”, dice Rosa con una sonrisa que refleja el amor y la dedicación de años de trabajo. El proceso es largo, comienza con la plantación y el cuidado diario de las parras, fertilizando, desinfectando y regando cada día, hasta la cosecha, la poda y el mantenimiento de las vides. Todo este esfuerzo se transforma, finalmente, en un vino que lleva el sabor del desierto y el corazón de quienes lo cultivan.
Doña Rosa y Don Ángel saben que la agricultura no es para cualquiera. “Hay que tener harto cariño por la tierra y harto cariño por las plantas”, dice Rosa, mientras describe cómo su marido, a pesar de sus 75 años, se levanta cada mañana a trabajar en los huertos, como si el tiempo no pasara. Es este cariño y esta pasión lo que mantiene viva la agricultura en Toconao, lo que permite que el desierto florezca y que el vino de la tierra de Rosa y Ángel llegue a quienes valoran no solo su sabor, sino también la historia que hay detrás de cada botella.
Este reportaje es financiado gracias al Fondo de Fomento de Medios de Comunicación Social (FFMCS) 2024, del Ministerio Secretaria General de Gobierno y del Consejo Regional de Antofagasta.